Se cuenta una historia muy hermosa de un barco en el mar que transportaba a un padre y su pequeña hija. Mientras se dirigían a la orilla, una violenta tormenta los alcanzó y amenazó con destruirlos. La costa era peligrosa. La madre encendió una lámpara y empezó a subir la desgastada escalera hasta la ventana del desván. “No servirá de nada, madre”, gritó el hijo detrás de ella. Pero la madre subió, puso la luz en la ventana, se arrodilló junto a ella y oró. Afuera, en la tormenta, la hija vio un destello dorado en la orilla del agua. “Dirígete hacia eso”, dijo el padre. Lenta pero firmemente, se acercaron a la luz y finalmente anclaron en la pequeña cabaña protegida junto al puerto.
“¡Gracias a Dios!” —exclamó la madre al oír sus alegres voces y bajó la escalera con una lámpara en la mano. “¿Cómo has llegado hasta aquí?” ella dijo.
“Nos guiamos por la luz de la madre”, respondió la hija, “aunque no sabíamos qué había ahí fuera”.
“Ah”, pensó el niño, un niño descarriado, “es hora de que me guíe por la luz de mi madre”. Y antes de dormirse se entregó a Dios y le pidió que lo guiara sobre el mar embravecido de la vida. Pasaron los meses y la enfermedad lo azotó. “No puede vivir mucho”, fue el veredicto del médico; y, una noche de tormenta, yacía agonizante. “No temáis por mí”, dijo, mientras lloraban; “Yo haré el puerto, porque estoy navegando por la luz de mi madre.” — “Enviado de Dios”.
